Nuevo Cuento: El Pornógrafo (primera parte)



 

¡Soy tan friki y subnormal que no sé cómo convertí mis fantasías masturbatorias en un cuento porno! Y como le debía una entrada a quienes me leen (más un lector nuevo), tuve el pretexto para escribir unas líneas. Sólo espero que la constancia y la exigencia de quien lo lea me obliguen a terminar lo que hoy comencé.

I



Nada había mejor para escapar de las inquietudes de la vida del intelectual urbano, posmoderno y progre que un buen pajazo aderezado con porno... pero no cualquier porno. Un alivio exprés que, sin embargo, no tendría que sacrificar la conjunción de calidad y cualidad. El cooltureta descubriría tiempo después que se había convertido en un gourmet de lo obsceno.
El hombre, la luz, la iluminación, la composición, la fantasía... el "concepto porno”. El platillo a presentarse al comensal tenía que ser perfecto. La carne masculina, la preferida, como norma debía ser turgente ¿pues qué sería del manjar si su ingrediente principal no tenía la calidad deseada? Un animal bello tiene que ser, obligatoriamente, devorado por los sentidos.
La receta obscena continuaba con la maestría del creador del producto. La hechura, el arte; seña que acusaba la genialidad o mediocridad de quien crea algo. Dispuesta la carne, faltaba el espíritu creador, el arquitecto del todo en microcosmo de una pieza porno. Aquí radicaba la genialidad: de hacer de la verga, el culo y/o el cuerpo todo del hombre-ingrediente un todo delicioso. De aderezar los músculos con recursos ilimitados que agreguen valor al morbo primigenio.
El piscolabis porno tenía por protagonista a un titán moderno. El hermoso anónimo era carne de primer nivel para el  festín lascivo. Los volúmenes del cuerpo soberbio son triunfos de forma y función. Dios de mármol esculpido en carne: las piernas fuertes remataban en un culo macizo, grande y poderoso. En ese culo altanero, arrogante transfiguraba a treinta cuadros por segundo las líneas rectas y curvas. Giró y fue alucinante: El pectorales, abdomen, la sinfonía de músculos curvados, que flexionaban era una extraña sinfonía. En el centro, el sexo... No, la verga. Cual joya de la corona constituía la pieza central de ostentación. Estaba allí para desafiar a quien la viera. Si el culo parecía soberbio, la verga era la altanería hecha carne. No venía sola, junto a ella dos huevos la acompañaban en su desafío al mundo.
Todo el cuerpo, toda la masa, todo el animal ese podría dominar al mundo sometiendo a ese instinto reptiliano dentro de todos. Cada movimiento, cada nuevo plano del vídeo, era una maravilla anatómica, el cuerpo hecho arte. Sin embargo, pese a la atracción primaria, nada era casual. El cooltureta lo sabía y no podría ser de otra forma, no lo aceptaría de otra forma. Él asistía a una demostración. Aquel hombre en el papel era un intérprete y desarrollaba una interesante transición.
Al principio, era carne y sexo: verga y culo enmarcados en un cuerpo musculoso. Lascivia de consumo exprés que alimentaba a la bestia de gusto gourmet. Ahora, sin embargo, la lujuria, el movimiento, el compás, la dirección, el concepto artístico había transformado el bocadillo lascivo no en un banquete, sino en una experiencia cuasi cultural. Al menos por ahora, no sabía y no le interesaba saber cómo la bestia rompió el esquema. Cuando uno va al circo y ve a los acróbatas puede abstraerse y analizar cómo realizan las piruetas o simplemente puede ver y disfrutar.
Él lo veía: sumisión mahometana para la voz lasciva. El chef que preparaba el platillo frente a él se había convertido en un director de orquesta. El performer ejecutaba con perfección las instrucciones de la voz de mando. El cuerpo era el instrumento que seguía a las instrucciones de la voz ronca. Aquel director entendía el alcance que tendría ese cuerpo prodigioso.
Mientras hundía el anular izquierdo en su ano y se masturbaba, arqueaba la espalda. Serpenteaba un poco, entre bufidos y respiraciones profundas. Paró, la voz lo ordenaba y mostró a la cámara una perla preseminal. Con la punta del dedo que previamente había en su culo la esparció sobre el bálano, lubricándolo con una delicadeza casi ritual. Hecho esto, prosiguió. Ahora la mano recorría el torso, las curvas del abdomen. El pecho masivo, las tetas de macho, coronado por dos doblones de carne  recibía las caricias de la autoestimulación. Las manos, de arriba abajo recorrían el cuerpo, pese a ser propias, él sabía que interpretaban un papel aparte, las de las manos quien lo viera.
Funcionaba, ciertamente. Al otro lado de la pantalla, en otro tiempo, otro espacio, otra realidad; el cooltureta bailaba con la música de ese cuerpo. La dirección, el instrumento, la música... No sabía en qué momento, pero allí estaba él dándose gusto con la mano. Lo buscaba; sí, pero encontró más de lo que quería en un principio: el valor añadido del porno. Lo supo en el momento en que comenzó a salivar, en el momento en que bailaba con la música del cuerpo ajeno. Su mano subía y bajaba, la reacción deseada. El embrujo de la voz directora daba efecto.  
La resolución fue rápida, consecuencia de la excitación, no fue sincrónica con aquel hombre de la pantalla. Se vino en sendos chorros que mancharon su pecho y su mano. Mientras la respiración se relajaba y la cara se  distendía de la mueca de placer, llegó una nueve de sopor. El último acto consciente en el mar en el que sumergía fue apagar la pantalla del teléfono. Aquel hombre, aquella sinfonía paró en seco y se volvió todo negro mientras él yacía en el sofá frente al tibio sol vespertino del que había sido un domingo lluvioso.

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